
En la Ciudad del Cielo, que parece flotar y girar sobre el paisaje, se encuentra inserto en el trazado árabe el Palacio Ducal, un canónico edificio renacentista en el que encuentran su mejor resonancia las pinturas de la serie Los Vestigios, del arquitecto y pintor Héctor Calderón Bozzi.
28 lienzos que se pueden leer como una secuencia, individualmente o en orden aleatorio, situados a caballo entre lo figurativo y lo abstracto, con alusiones al paisaje y a la geografía, y que suscitan la interpretación de las mitologías individuales del espectador.
Superficies que se unen o chocan, en reposo o acentuada tensión, interferidas por extraños objetos que no acaban de integrarse, perturbando la atmósfera ya de por sí enrarecida, sutilmente calibrada en matices y temperaturas de grises solo aparentemente monocromáticos, desplegando un espectro de situaciones.
En el reino de la ambigüedad y bordeando lo surrealista, una pincelada suelta y expresión fluida se ven de todos modos sujetas a los rigores de la proporción y la geometría, como un tinglado en el que los elementos se encuentran, a pesar de su violencia o atrevimiento, inevitablemente cautivos.
“Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor, un guijarro, o algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos”Eugenio Montejo. Adiós al siglo XX
Fragmento de: Los Vestigios del viaje
Los arquitectos nunca dejan de serlo. Y aunque experimenten en otros campos y con distintos medios, siempre una clara concepción espacial, una específica distribución de los elementos, una particular relación del cuerpo con su entorno estará vigente, de manera explícita o subterránea, en todos los trabajos que realicen. Tal es el caso de Héctor Calderón Bozzi, quien sin abandonar su profesión ha encontrado otra manera de apropiarse del espacio exterior, para convertirlo en su espacio interior. El significativo paso que ha dado no está exento de riesgos, pues de la claridad y la nitidez, del cálculo y su matemática, de lo rígido y de sus propias leyes de la construcción, ha entrado a un lugar que se rige por otras normas, por otros impulsos, que es el terreno siempre riesgoso pero fascinante de la pintura abstracta. De manera que en su obra se puede apreciar ese constante tránsito que hace no para habitar el espacio que lo envuelve, sino para habitar el espacio que está dentro del cuadro. “No es solo lo que yo veo, sino lo que yo siento, el lugar por donde transito, por donde me pierdo”, parece decirnos el pintor quien ha creado un pasadizo, un umbral por el que nos invita a entrar en el gratificante y maravilloso laberinto de su trabajo pictórico.
Al contrario de lo que le sucede a muchos artistas, la llegada de Héctor Calderón Bozzi a la abstracción fue inmediata, y no pasó por la consabida etapa figurativa. Pero llegó a ella con un arsenal de conocimientos venidos de la arquitectura, de la literatura, de sus viajes, pero también, sobre todo, por su devoción por la pintura. Llegó, digo, con la preparación y los motivos suficientes para saber que lo abstracto era su territorio. De allí que su obra sea lo más alejado de lo gratuito o que sea el resultado del fruto de improvisación. Lo suyo fue una decisión seria y meditada. Pero más que eso, fue una necesidad que ha sabido convertir en una saludable, y a veces tormentosa, obsesión.
Ramón Cote Baraibar